ENTRE CULTURAS El intérprete (III)

Fuera de la academia hay cualidades y lógicas particulares determinantes para la interpretación de géneros de la música popular. La mayor de las virtudes es la organicidad que se define de diversas maneras, de acuerdo al contexto cultural donde se manifiesta.

En el jazz, donde no sólo se interpreta, sino que además hay un proceso permanente de creación (improvisación) durante la ejecución de la obra, hay varias expresiones, como el Soul y el Groove. Pero el más extremo es el Fire, ese estado casi de enajenación al que puede llegar un intérprete (que también enfrentan nuestros arpistas, mandolinistas y bandolistas) en la búsqueda de su propia expresión y que encontramos magistralmente definido en el cuento “El Perseguidor” que Julio Cortázar le dedica a Charlie Parker.

En el cante jondo del pueblo gitano andaluz, por ejemplo, está el duende que, según lo definió Federico García Lorca en su teoría estética, es esa fuerza misteriosa e inefable que surge cuando el artista logra transmitir una emoción pura, casi primitiva, que conmueve hasta el alma. Hay allí una libertad al cantar que, como en el jazz, se conecta con la improvisación. 

En Cuba se habla del filin (feeling) que, siendo una corriente del bolero aderezado con armonías sugerentes y seductoras, también es un término que se ha generalizado para hablar del modo de interpretarlo, íntimo, sofisticado y salido del alma.

En el joropo llanero tenemos el canto recio, que expresa una dimensión de compromiso entre el cantar, la palabra y el paisaje. Por su parte, el merengue caraqueño debe interpretarse con la misma picardía como se desenvuelve el decir del capitalino. Eso que llaman tumbao.

En síntesis, hablamos de una conexión profunda, orgánica, consciente y sobreentendida del intérprete con su entorno. He ahí la clave.

Ignacio Barreto

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06/04/2025

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